Subir al transporte público en horas pico en la Ciudad de México es todo una aventura, a veces es graciosa, otras tantas muchas resulta cagante, y en otras uno se da cuenta de qué tan podridos estamos como sociedad.
En una ocasión, al subir al metro una señora me empujó-golpeó muy duro por tratar de sentarse, fue un movimiento innecesario, le reclamé y se indignó, dijo que era yo quién la había empujado, le dije que no iba a discutir, que yo sí tenía clase. Era una mujer alta bien arreglada, con peinado de plancha y maquillaje, la apariencia no siempre indica que lo de adentro igual se ve bien.
El punto es que después de decirle eso saqué una cremita antibacterial que me pongo después de agarrar los tubos del metro, es un tubito de Avon, pequeño y sin chiste. Como le había dicho a la mujer que no tenía clase ella aprovecho mi movimiento para sacar su crema de marca, un tubo gigante con la leyenda Victoria's Secrets repetida como mil veces, la mujer quería, de alguna manera dejar claro que ella era superior.
Mi punto es que los asientos en el transporte público se convierten en un bien preciado, y lo peor es que al sentarse antes que otro, la gente toma un aire de 'qué chingón soy', eso me resulta patético, lo peor PEOR es que muchas veces, instalados en esa actitud, las personas no quieren ceder el asiento a quienes lo necesitan, me pregunto si no tienen madre, padre o abuelos, o si piensan que nunca van a envejecer, embarazarse o cargar un bebé. Simplemente porque yo gané el asiento, aunque tenga una gran etiqueta de reservado, no lo suelto hasta que me baje, que asco.
Creo que deberíamos darle valor a lo que realmente lo tiene, no es el fin del mundo recorrer 5 o 6 estaciones de pie si no tienes una lesión, u 80 años, o cargas 10 kilos de peso adicional porque tendrás un hijo, lástima que para muchos signfique tanto.
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